¿SANA DOCTRINA O LEGALISMO? UN ANÁLISIS CRÍTICO DE LA OLA DE IGLESIAS CONOCIDAS COMO “LOS RABAKUKOS”
El
surgimiento de estas iglesias no es un hecho aislado, sino el resultado de una
larga historia de tensiones dentro del protestantismo. Desde los orígenes del
pentecostalismo clásico en el siglo XX, el tema de la santidad personal y
comunitaria ha estado en el centro de la espiritualidad evangélica. Sin
embargo, lo que caracteriza a esta nueva ola es la intensificación de ese
énfasis, llevándolo hacia posturas más rígidas, donde la frontera entre
santidad bíblica y legalismo cultural se torna difusa.
Aunque
se presentan como herederas del pentecostalismo, estas comunidades se han
convertido en ramificaciones que abrazan un estilo de vida aún más radical. Sus
prácticas no se limitan al ámbito espiritual, sino que abarcan la vestimenta,
el ocio, las formas de socializar e incluso la manera de entender la cultura.
Este nivel de control y de normatividad interna ha hecho que se conviertan en
un fenómeno digno de análisis.
Más
allá de lo pintoresco o lo polémico que pueda resultar su estilo de adoración,
estas iglesias representan una corriente que está marcando a miles de
creyentes. Sus cultos cargados de expresiones de éxtasis, su discurso sobre la
separación del mundo y su énfasis en lo que llaman sana doctrina
plantean preguntas importantes: ¿qué entienden realmente por sana doctrina?,
¿hasta qué punto sus posturas reflejan la enseñanza de las Escrituras?, ¿y
cuáles son las consecuencias espirituales y sociales de este tipo de
comunidades?
En
este sentido, el fenómeno merece un análisis crítico, no solo desde lo
sociológico, al observar cómo generan subculturas religiosas cerradas, sino
también desde una perspectiva teológica, para discernir hasta dónde sus
prácticas edifican al cuerpo de Cristo o lo fragmentan. Evaluar su impacto
implica reconocer tanto sus aportes como el fervor por la santidad y la oración
como también sus riesgos entre ellos el exclusivismo, el legalismo y la
confusión entre cultura y evangelio.
La
Raíz Del Movimiento
Las
llamadas iglesias de sana doctrina surgen como una reacción frente al avance
del neopentecostalismo y de otras corrientes consideradas “modernas”
dentro del cristianismo evangélico. Para quienes abrazan esta identidad, los
nuevos modelos de iglesia —más abiertos a la cultura, con liturgias
contemporáneas, música variada e incluso discursos sobre prosperidad—
representan un alejamiento del evangelio auténtico. En consecuencia, deciden
levantar un estandarte más alto de santidad y pureza, convencidos de que están
defendiendo el verdadero cristianismo bíblico.
En
ese sentido, este movimiento nace con un celo loable: preservar la
santidad del pueblo de Dios y evitar que la Iglesia se diluya en un mundo cada
vez más secularizado. Sin embargo, dicho celo pronto se convierte en un arma de
doble filo. La búsqueda de una identidad diferenciada ha terminado muchas veces
en una espiritualidad que se mide por lo externo: el largo de una falda,
el uso del cabello, la ausencia de maquillaje, la forma de adorar o la manera
de hablar. Así, los criterios culturales y estéticos han llegado a ocupar el
lugar de la verdadera evidencia de la fe: una vida transformada por la gracia
de Cristo.
Históricamente,
este tipo de reacción no es nueva. A lo largo de la historia de la Iglesia,
cada vez que surgió un movimiento considerado “blando” o “acomodado al mundo”,
aparecieron grupos que respondieron con una visión más estricta de la santidad.
Lo particular de estas iglesias es que, al provenir del pentecostalismo
clásico, heredaron su énfasis en la experiencia del Espíritu y lo
intensificaron, sumándole un marco de reglas morales y culturales que
actúan como cercas protectoras de la identidad comunitaria.
El
problema radica en que este modelo de santidad, aunque busca defender la fe, termina
siendo excluyente y reduccionista. La espiritualidad se interpreta bajo una
lógica de “nosotros contra ellos”, donde quienes cumplen los códigos externos
son vistos como los verdaderos santos, y quienes no, aunque confiesen a Cristo,
son catalogados como mundanos o tibios. Esta visión produce un cristianismo
marcado más por la separación cultural que por la comunión en el evangelio.
En
última instancia, la raíz del movimiento revela una tensión constante: por un
lado, un deseo genuino de agradar a Dios y no mezclarse con el mundo;
por otro, un peligro latente de sustituir la obra de Cristo por reglamentos
humanos. Esta paradoja es precisamente lo que hace necesario examinar con
detenimiento su trasfondo, sus prácticas y sus consecuencias para la vida de la
Iglesia.
El
concepto de “sana doctrina” en la Biblia
El
término sana doctrina aparece en varias ocasiones en las cartas
pastorales del apóstol Pablo (1 Timoteo 1:10; Tito 2:1). En su sentido más
básico, hace referencia a una enseñanza saludable, es decir, una enseñanza que
edifica, que está en armonía con la verdad del evangelio y que conduce a una
vida piadosa. No se trata meramente de un cúmulo de reglas, sino de una
instrucción que preserva la fe, fortalece el carácter cristiano y mantiene a la
Iglesia firme en el centro: Cristo y su obra redentora.
En
el marco bíblico, la sana doctrina está directamente ligada al contenido del
evangelio. Pablo la contrasta con las falsas enseñanzas que distorsionan la
gracia o que desvían a los creyentes hacia mitos, genealogías y debates
estériles (1 Timoteo 1:3-7). Es decir, la sana doctrina no es un
accesorio cultural, sino la proclamación fiel de Cristo crucificado, resucitado
y exaltado como Señor.
Sin
embargo, dentro del movimiento de las llamadas iglesias de sana doctrina,
el concepto se ha reducido y deformado hasta convertirse en un sistema de
normas externas. Para muchos de sus adherentes, la evidencia de la sana
doctrina no es tanto la fidelidad al evangelio, sino el cumplimiento de reglas
visibles que demuestran “separación del mundo”. Entre ellas se encuentran:
- Una
vestimenta específica (faldas largas, cabello sin cortar en las mujeres,
prohibición de maquillaje o pantalones).
- Restricciones
sociales y culturales (no practicar deportes, no ver televisión, no
asistir al cine ni a eventos públicos).
- Un
estilo litúrgico intenso (danza, hablar en lenguas, gritos, éxtasis
espiritual, manifestaciones corporales durante el culto).
El
problema no radica en que tales prácticas sean malas en sí mismas, sino en que
muchas veces se elevan al rango de criterios de salvación y santidad. El
riesgo es evidente: se confunde la santidad que fluye del Espíritu con un
código moral o cultural que termina funcionando como filtro de inclusión o
exclusión en la comunidad de fe.
La
Escritura es clara en advertir sobre este tipo de peligros. En Colosenses
2:20-23, Pablo señala que las normas humanas de “no toques, no pruebes, no
manejes” pueden tener “cierta reputación de sabiduría” y aparentar devoción,
pero carecen de verdadero poder espiritual. De igual manera, en Gálatas 2:16 el
apóstol enfatiza que la justificación no se obtiene por obras de la ley, sino
por la fe en Jesucristo.
Cuando
la sana doctrina se convierte en un catálogo de prohibiciones y códigos
externos, pierde su esencia bíblica y se transforma en un legalismo
encubierto. Se coloca sobre los hombros de los creyentes un peso que Cristo
jamás puso, desviando la atención de la cruz hacia la apariencia. En lugar de
cultivar corazones transformados por el evangelio, se fomenta una
espiritualidad superficial basada en cumplir o no cumplir ciertas reglas
visibles.
En
consecuencia, el concepto de sana doctrina corre el riesgo de ser usado como un
sello de identidad sectaria, más que como la proclamación fiel de
Cristo. El desafío para la Iglesia hoy es recuperar la visión paulina: la sana
doctrina como enseñanza centrada en la gracia, en la obra redentora de Cristo y
en la transformación interna del creyente, que inevitablemente se reflejará en
buenas obras y en una vida piadosa (Tito 2:11-14).
Una
espiritualidad sectaria
Otro
rasgo común dentro de las llamadas iglesias de sana doctrina es su
marcado espíritu exclusivista. En muchos casos, sus miembros llegan a
verse a sí mismos como el único remanente fiel que ha decidido no
contaminarse con el mundo ni con las iglesias que consideran modernas,
liberales o “vendidas a la cultura”. Desde esta perspectiva, cualquier creyente
que no adopte sus mismas prácticas externas es catalogado como mundano, tibio o
espiritualmente superficial.
Este
modo de pensar conduce a la formación de una subcultura religiosa cerrada,
donde la identidad no se construye primariamente en torno a la fe común en
Cristo, sino en la capacidad de diferenciarse de los demás. En lugar de ser una
comunidad que abraza la diversidad de dones y expresiones dentro del cuerpo de
Cristo, se convierten en una agrupación que mide la fidelidad por el grado de
separación respecto al resto de la Iglesia y de la sociedad.
El
peligro de esta mentalidad es que fomenta una espiritualidad sectaria.
El sentido de pertenencia no se fundamenta en la gracia de Dios, sino en una
frontera artificial: “nosotros los que guardamos la sana doctrina” frente a
“ellos, los que están descarriados o mundanizados”. Esta lógica divide al
pueblo de Dios y levanta muros de juicio donde deberían existir puentes de amor
y unidad.
Desde
la perspectiva bíblica, esta postura contradice el corazón mismo del evangelio.
Jesús oró al Padre en Juan 17:21 para que todos sus discípulos fueran uno,
reflejando la unidad divina y dando testimonio al mundo del poder transformador
de su amor. Cuando un grupo se erige como el único poseedor de la verdad, niega
de hecho la amplitud y riqueza del cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:12-27) y
corre el riesgo de convertirse en una especie de “iglesia dentro de la
Iglesia”.
Además,
este exclusivismo produce efectos pastorales dañinos. Muchos creyentes que
crecen en tales contextos experimentan una fe basada en el temor y la
desconfianza, más que en la libertad del evangelio (Gálatas 5:1). Se
inculca una espiritualidad de sospecha: lo diferente es peligroso, lo nuevo es
mundano, lo ajeno es herético. Así, en vez de formar discípulos seguros en
Cristo, se forman comunidades ansiosas que viven a la defensiva frente al mundo
y frente a otros cristianos.
En
la práctica, esta visión termina fragmentando el cuerpo de Cristo. No
solo genera divisiones internas entre congregaciones de la misma denominación,
sino que también alimenta un testimonio negativo hacia afuera. En lugar de
mostrar el amor y la unidad que deberían caracterizar a los discípulos de Jesús
(Juan 13:35), proyectan una imagen de rigidez, juicio y aislamiento.
Por
estas razones, se puede afirmar que la llamada espiritualidad de sana doctrina,
cuando deriva en exclusivismo, deja de ser una espiritualidad bíblica y
se convierte en una espiritualidad sectaria. Y lo más preocupante es que,
mientras sus miembros creen estar defendiendo la pureza del evangelio, en
realidad terminan oscureciendo su esencia: la gracia que reconcilia, une y
transforma.
Los
aportes y sus riesgos
Sería
injusto analizar este movimiento únicamente desde sus excesos o desviaciones,
sin reconocer que también contiene aspectos valiosos que no deben pasarse por
alto. Entre sus contribuciones positivas se encuentra, en primer lugar, un fuerte
anhelo de santidad. En un tiempo donde muchos creyentes parecen conformarse
con un cristianismo superficial y liviano, estas iglesias ponen sobre la mesa
la importancia de tomar en serio el llamado bíblico a ser santos como Dios es santo
(1 Pedro 1:15-16). Este énfasis, aunque mal encauzado en ocasiones, refleja un
deseo sincero de vivir apartados para Dios.
En
segundo lugar, muestran un celo contra el pecado y la mundanalidad.
Frente a la tentación de diluir el evangelio para hacerlo más atractivo al
mundo, estas comunidades insisten en la necesidad de mantener un testimonio
distinto. Esta postura puede ser vista como un recordatorio saludable de que la
Iglesia está llamada a ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Mateo 5:13-14),
no a mezclarse sin discernimiento con las corrientes de la cultura
contemporánea.
Un
tercer aporte es su fervor en la oración y búsqueda de la experiencia
espiritual. Sus cultos intensos y su insistencia en la comunión con Dios,
aunque puedan ser malinterpretados, reflejan un anhelo genuino de vivir la fe
de manera vibrante y no meramente intelectual. En un contexto donde muchos
creyentes luchan con la apatía espiritual, este fervor puede ser una voz que
recuerde la necesidad de cultivar una relación apasionada con el Señor.
No
obstante, junto a estos aportes también se evidencian riesgos claros y
peligrosos. El primero es confundir la santidad con un legalismo cultural.
La Biblia enseña que la santidad es fruto del Espíritu y de una vida en Cristo
(Gálatas 5:22-23), pero en estas comunidades muchas veces se traduce en la
observancia de normas externas que poco tienen que ver con la transformación
interior. Esto desvía la atención de la obra regeneradora de Dios hacia un
cumplimiento externo de reglas.
El
segundo riesgo es reducir la salvación a un sistema de normas, en lugar
de confiar plenamente en la gracia de Cristo. Efesios 2:8-9 es contundente al
afirmar que la salvación es un don de Dios, no el resultado de obras humanas.
Sin embargo, en este movimiento se corre el peligro de enseñar —implícita o
explícitamente— que solo quienes cumplen ciertas reglas culturales son
verdaderamente salvos. Este tipo de enseñanza no solo distorsiona el evangelio,
sino que también carga a los creyentes con un peso que ni ellos ni sus líderes
pueden llevar.
Finalmente,
existe el peligro de promover una justicia propia semejante al fariseísmo.
Jesús denunció fuertemente a los fariseos por aparentar pureza exterior
mientras descuidaban el corazón (Mateo 23:25-28). De manera similar, cuando la
vida cristiana se mide por la apariencia, se corre el riesgo de cultivar un
orgullo espiritual que juzga a los demás y que confía más en las obras que en
la gracia. Pablo mismo advirtió contra esto en Romanos 10:3, señalando que
muchos procuraban establecer su propia justicia en lugar de someterse a la
justicia de Dios.
En
resumen, los aportes de estas iglesias muestran una intención noble:
vivir en santidad, evitar el pecado y buscar a Dios con intensidad. Pero sus
riesgos exponen una distorsión peligrosa del evangelio: sustituir la
gracia por normas, la libertad en Cristo por el legalismo, y la humildad
evangélica por la justicia propia. El desafío está en rescatar lo valioso de
este movimiento sin caer en sus excesos.
Desafíos
para un Futuro Bíblico
Para
que estas comunidades que se autodenominan de la sana doctrina (o
“rabakukos”, como popularmente se les conoce) puedan ser un verdadero
testimonio fiel al evangelio y no solo un eco de legalismo, se requiere un
retorno a fundamentos bíblicos esenciales:
Para
caminar hacia un futuro bíblico, estas comunidades necesitan en primer lugar volver
a un cristocentrismo sólido, donde Cristo sea el centro de la fe, de la
predicación y de la vida comunitaria. Cuando las normas, los códigos externos o
las tradiciones culturales desplazan al Señor, la iglesia corre el riesgo de
idolatrar su propio sistema en lugar de adorar al Salvador.
Asimismo,
es indispensable redescubrir la justificación por la fe, tal como lo
proclamó la Reforma: la salvación es por gracia mediante la fe, no por obras ni
méritos externos. Un cristianismo que mide la espiritualidad por la vestimenta,
el corte de cabello o las formas externas termina negando en la práctica la
suficiencia de la obra de Cristo en la cruz y colocando un yugo que Dios nunca
puso sobre sus hijos.
Otro
desafío urgente es buscar la unidad del cuerpo de Cristo, reconociendo
que el aislamiento sectario no refleja el diseño del evangelio. La iglesia está
llamada a ser “un solo cuerpo” (1 Corintios 12:12-27). La división constante
bajo la bandera de la “sana doctrina” erosiona el testimonio cristiano y
contradice abiertamente la oración de Jesús: “para que todos sean uno” (Juan
17:21).
Finalmente,
deben ser una iglesia en misión, recordando que Jesús llamó a sus
discípulos a ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Mateo 5:13-16). El
verdadero cristianismo no se reduce a condenar al mundo desde la distancia,
sino a alcanzarlo con la gracia, el amor y la verdad del evangelio. Una iglesia
que solo señala el pecado, pero no ofrece la esperanza de la cruz, deja de
cumplir su misión esencial.
Conclusión
Las
llamadas iglesias de sana doctrina representan un grito de resistencia frente
al secularismo y al cristianismo superficial de nuestros días. Sin embargo, en
su afán de defender la santidad, muchas veces han caído en el error de
sustituir la gracia por el legalismo, y la comunión en Cristo por el
exclusivismo religioso.
El
verdadero desafío es redescubrir que la santidad no nace de reglas externas,
sino de una vida transformada por el Espíritu (Gálatas 5:22-23). La iglesia de
sana doctrina no puede perder de vista que su mayor distintivo no es la
rigidez, sino el amor (Juan 13:35). Una comunidad cristocéntrica, fundamentada
en la gracia y comprometida con la misión, será luz en medio de las tinieblas y
sal en una sociedad sin sabor (Mateo 5:13-16).
Hoy,
más que nunca, se hace necesario un llamado a la reflexión y al
arrepentimiento: dejar atrás el orgullo de la apariencia y volver al
evangelio puro, abrazando a Cristo como Salvador y Señor. Que cada líder, cada
creyente y cada comunidad recuerde que la verdadera transformación comienza en
el corazón y se refleja en la vida. No basta con cumplir normas; es
indispensable vivir la gracia, cultivar la unidad y llevar la luz de Cristo al
mundo.
¡Que
este sea el momento de volver a lo esencial: Cristo en el centro, la gracia
como fundamento y la misión como destino!
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